La madurez de las paltas
Mi primer mejor amigo se llama Patricia. Apenas se asomó por entre las piernas de su madre, le pusieron Sebastián por el padre del padre o algo así. Cuando empezamos el secundario, se cambió el nombre por Saturno y cuando lo terminamos, continuó con su viaje galáctico y se puso Estrella. Ahora que, años después, la encontré comprando zapallitos en la verdulería de los bolivianos, me contó que se llama Patricia. Me vio primero y pegó un grito tan agudo y angustiado, que casi me cago encima: pensé que nos estaban asaltando, algo bastante común en el barrio. La reconocí por esa mandala horrible que tiene tatuada en la muñeca y por su diente en orsai, así le decíamos a la paleta que está adelantada a su dentadura. Nos pegamos un abrazo inolvidable, de esos que aprietan tanto que hacen que se escape un eructo. Seguía tan apasionada y delicada como cuando era una niña en el envase equivocado. Lo primero que le dije, es que se había elegido un nombre de mierda, pero me confesó que cuando tu