La madurez de las paltas

 




Mi primer mejor amigo se llama Patricia. Apenas se asomó por entre las piernas de su madre, le pusieron Sebastián por el padre del padre o algo así. Cuando empezamos el secundario, se cambió el nombre por Saturno y cuando lo terminamos, continuó con su viaje galáctico y se puso Estrella. Ahora que, años después, la encontré comprando zapallitos en la verdulería de los bolivianos, me contó que se llama Patricia. Me vio primero y pegó un grito tan agudo y angustiado, que casi me cago encima: pensé que nos estaban asaltando, algo bastante común en el barrio. La reconocí por esa mandala horrible que tiene tatuada en la muñeca y por su diente en orsai, así le decíamos a la paleta que está adelantada a su dentadura.

Nos pegamos un abrazo inolvidable, de esos que aprietan tanto que hacen que se escape un eructo. Seguía tan apasionada y delicada como cuando era una niña en el envase equivocado. Lo primero que le dije, es que se había elegido un nombre de mierda, pero me confesó que cuando tuvo que aclarar su nombre en una clase de la facultad, recordó a su tía muerta llamada Patricia -su única confidente- y quiso homenajearla de algún modo. Seguía siendo Estrella para ese entonces pero, lentamente, mutó a Patricia.

—Me dicen Pato. Es una forma cómoda para los dinosaurios… vos me entendés...

—Me gusta… Pato. Te voy a seguir diciendo Galletita, lo sabés —le decía así porque siempre tenía migas de Manon en el guardapolvo blanco.

—Lo sé, bobo

—No te toco ni con un palo, eh —le dije, buscando urgente aquella vieja complicidad. Pero apenas sonrió y tanteó las paltas. 

Había pasado demasiado tiempo.


Nos prometimos juntarnos a ver el partido de Estudiantes la noche siguiente. Preparé sanguchitos con pan lactal, salame y queso. Maní, papitas y unas Quilmes en lata; pero no aparecía. La llamé, y no contestó. La busqué en facebook como Patricia, Estrella, hasta Saturno. Nada. 

Pensé que quizá la había ofendido de alguna manera y me empezó a doler el pecho. Un dolor olvidado, diría, esa angustia de niño extrañado lejos del consuelo de mamá. ¿Acaso estaba por hacer un berrinche? Este pensamiento me atormentó, tanto que no me di cuenta que el partido había empezado y ya perdíamos uno a cero.

Salí a buscarla, sin saber bien qué hacer ni adónde ir. Así que, fui a esos lugares que la sociedad prepara con tanto esmero para las travestis: callejones sin salida, esquinas lúgubres, rojas, graffitis y música psicodélica. Pasé por la comisaría, bolichitos con rockola y telaraña, hoteles de mala muerte; busqué en todos los tacos altos, piernas largas, polleras cortas. Las putas no vacilaron en ofrecerme su servicio, pero claro, ninguna respondió amable a mi interrogatorio. Me acusaron de policía y me sacaron a patadas y piedrazos. Era un animal doméstico, un cachorrito, entre fieras que habían sangrado la vida cuando yo todavía me meaba los pantalones.

               Volví resignado, sorprendido. Había sucumbido ante mi pasado. Una fuerza, algo más que la amistad, algo que te arranca de la cama y te tira al barro, sin piedad ni remordimientos. Pensé en Patricia y en la mujer increíblemente bella y compuesta que se había convertido con los años, en su grito angustiado resignificando en un placer conocido, un alivio y un abrazo.

Pero no la conocía: no conocía a Patricia ni su vida, ni sus deseos. Ni su forma de pensar, ni su postura política. No conocía su humor, ni su léxico. No sabía de qué trabajaba, ni si tenía un amor o algún sueño. Sólo un pasado figurado, una representación metálica y teatral consignada con completo desánimo en mis recuerdos. La extrañé infinitamente y quise pedirle perdón. Por la cobardía, por el desarraigo, por Sebastián, por Saturno, por sus padres, por los míos, por dejarla para lo último en el pan y queso, por no querer acompañarla a bailar cuando se empezó a vestir, a maquillar, a hablar como le gustaba. 

               Llegué a casa. Dejé el Duna en el estacionamiento del edificio y busqué las llaves en mi campera: encontré migas y el recibo del almacén. Cuarenta y tres pesos. Se me escapó una lágrima pero no era por la inflación. Abrí la puerta, recorrí con la cabeza gacha el palier lleno de plantas y espejos, y pedí el ascensor. Supuse que las ojeras me delataban, y mis vecinos suelen correr a lo de otros vecinos con la novedad. Opté por las escaleras como otra forma de castigarme. Al llegar a mi piso, escuché unas voces bajas -que salían de lo que parecía una pequeña radio- que relataban el partido. Advertí un movimiento en la oscuridad y una sombra sentada e incómoda en el suelo. El reflejo de la luna -que se filtraba por los ladrillos de vidrio- descubría unas  piernas blancas, largas y converse rojas. Prendí las luces del pasillo.

—¿Dónde estabas, boludo? —dijo mi amiga, incorporándose del piso y limpiándose las restos de un pan a medio comer— Dale que lo dimos vuelta. Hizo dos goles el Tanque Pavone. 















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