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Mostrando las entradas de junio, 2020

Netflix

     Quisiera saber porque Netflix les cambia los nombres a las películas. Como si necesitara someter todas las palabras a su filtro sesgado de mercadeo, a ver qué está bien y que está mal. Como si el título de una película no fuera importante, como si en verdad no dijera algo importante de lo que allí pasa, como si algo de eso avergonzara al Ceo de Netflix, que al final decide convenientemente la identidad la película, a costas y padeceres de quien la imaginó, la creó y la filmó. En fin, no sé si es importante este residuo de indignación que me ataca cuando estoy aburrido, en realidad me lo olvido, cuando vuelvo a encontrar el corpiño de Sofía entre el desborde de ropa y calzoncillos de mi placard. Siempre que lo encuentro, lo aprieto, lo palpo, lo huelo, me vuelvo a sentir un pelotudo que no puede despegarse de sus placeres masoquistas, ese umbral perverso que es el autoflagelo y que solo justifica a los otros placeres que aparecen después para consolarme. Como si no fuera suficiente

Jilguero

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     De ese verano, lo que más recuerdo son los chicles Cowboy de menta. Teníamos los brazos llenos de esos tatuajes temporales que traían de regalo. También recuerdo a María. Y yo no me animé a contarle que amaba a Maria.      Cada sábado, nos trepábamos a los eucaliptos del Parque Saavedra y poníamos sobre las ramas más altas nuestras trampas para cazar jilgueros. Vicente las armaba con pan mojado o galletitas Maná que se robaba de la casa de la tía, donde pasaba sus vacaciones. Nos comíamos el paquete entero, y la última era para el pájaro despistado que se tentara. Yo las armaba con un poquito de alpiste o mijo, que me regalaba Esteban, el veterinario del barrio. Esteban venía bastante seguido a casa y se quedaba charlando con mamá. Yo creo que se gustaban, jamás los vi besarse ni andar de la mano. Pero un día mamá se enojó tanto que no vino más. Escuché los gritos desde mi habitación. Y yo me enojé con mamá, naturalmente. Quería criar jilgueros y regalarle uno a Maria. Esteban sab

Promesas bajo el acacia

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  El mar se alarga a los lejos, sin embargo no es difícil escucharlo por las noches si con Silvia nos sentamos sobre el zaguán que da al frente de la casa. En nuestras reposeras que alinean colores blancos y rojos, blancos y azules,  debatimos sobre el día que pasó, algunos libros y otros vinos que deberíamos probar. Cada tanto, nos sorprende el dulce remanso del recuerdo de cuando jóvenes, nos escapábamos de las cenas familiares para jurarnos eternidad. Entre besos y manos, hacíamos nuestras promesas debajo del acacia azul de Don Lamberti, el viejo sordo y enclenque de la cuadra. El veterano árbol aún sobrevive, ya sin su estilo exuberante, con un aura de angustia desde la desaparición de su compañero hace ya más de 40 años. Los hijos de Don Lamberti pusieron en alquiler la casa luego de que el desgraciado, al igual que su esposa, se fugara. Verano tras verano, se llena de risas y desparpajo con las familias de cuatro, máximo cinco, los gurises corriendo por los patios, los asados y l

Onírica

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      Te sumergirías en algún ensayo de Paul Preciado, pero hoy no estás lista, no, para ninguna filosofía que te empuje de frente a la angustia existencial. Asique volvés sobre tus pasos, a la biblioteca improvisada con las cajas de cartón de la mudanza, a buscar la voz que te acompañe hoy entre todas esas voces que elegís para tu soledad. Te aventurás a soñar con algo con Cortázar, o tal vez Pizarnik o quizá Oscar Wilde, porque sabés también que Pessoa puede resultar demasiado. Y será Deshoras, ese libro en donde tanto te ves y tanto te veo,  allí que hay un cuento que te recomendé, sutil y  abstracto como tu adiós, como esa mujer, ese cuadro y ese museo. Lo tomás con tus manos y lo abrís por el medio, hundís tu nariz y tu boca que te revelan que será el recreo correcto.      Vestís, aún,  pijamas y ojos de dormida. Preparás el té, las tostadas y te prestás a escuchar de fondo el vinilo de Chet Baker que te regalé en algún cumpleaños. Ese mirar atrás que te permitís cada tanto; y via

El soquete

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Esa mañana, sonará el despertador, y lo voy a posponer, una y otra vez. Los pensamientos serán suicidas, exagerados. Gritos que ahogará la almohada y piñas contra la cama. Con vehemencia y sin contemplaciones, daré un salto de entre las sábanas:  apenas voy a darme cuenta que me falta una media cuando, ya sentado, apoye los pies en el suelo helado. Primera frustración del día. Las aventuras en vano de mis manos, buscando entre la frazada y el cubrecama. Al final será solo un soquete. Un soquete que en ese momento, tendrá la suficiente importancia, para debatirme entre el llanto y la puteada. Un soquete, huérfano y sucio, que me transferirá su condición incompleta, lo imperfecto de su existencia, ¿De qué sirve un soquete sin su par? Solo es un vacío de sentido, un pedazo de tela, inútil y melancólico pedazo de tela. Asique, como ese soquete, mientras me tildo frente al espejo, pensaré en la muerte. En la muerte de mis deseos, de mis placeres. Y pensaré en ella y será otro adiós, a la fa

La noche que rompió los ojalá

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        “Metete adentro, pelotudo!¡Qué viene la gorra!”      El Lucho siempre andaba alerta. Los tiros en el barrio eran normales, no nos asustaban, pero si al rato escuchaba el ruido de las sirenas o veía el reflejo del led azul y rojo en la otra cuadra, me apretaba el brazo, me sacudía y corríamos hasta casa. Era bastante fuerte para lo flaco y mucho más rápido que los demás, sobretodo cuando empezó a usar las zapatillas Nike que le había regalado la Vanesa, su hermana.  Cuando Lucho cayó en patas a casa y con algunas magullones, no quiso contarnos quienes habían sido. Supuse que fue la gilada, así les decíamos a los que roban en el barrio. No era la primera vez que le pasaba,  pero a él le gustaba callejear solo, juntar cartones, botellas y cambiarlos por monedas para viciar en el ciber de Carmelo, ahí nomás cruzando Panamericana.         Aquella tarde, la última de las zapatillas, Lucho estaba algo nervioso. Ya lo había visto así pero jamás me decía porqué.  Andaba con la camiseta