La noche que rompió los ojalá

       “Metete adentro, pelotudo!¡Qué viene la gorra!”

     El Lucho siempre andaba alerta. Los tiros en el barrio eran normales, no nos asustaban, pero si al rato escuchaba el ruido de las sirenas o veía el reflejo del led azul y rojo en la otra cuadra, me apretaba el brazo, me sacudía y corríamos hasta casa. Era bastante fuerte para lo flaco y mucho más rápido que los demás, sobretodo cuando empezó a usar las zapatillas Nike que le había regalado la Vanesa, su hermana.  Cuando Lucho cayó en patas a casa y con algunas magullones, no quiso contarnos quienes habían sido. Supuse que fue la gilada, así les decíamos a los que roban en el barrio. No era la primera vez que le pasaba,  pero a él le gustaba callejear solo, juntar cartones, botellas y cambiarlos por monedas para viciar en el ciber de Carmelo, ahí nomás cruzando Panamericana. 

       Aquella tarde, la última de las zapatillas, Lucho estaba algo nervioso. Ya lo había visto así pero jamás me decía porqué.  Andaba con la camiseta de River, infaltable, y ni escuchó cuando le conté que había conocido a un pibe que cuidaba los coches en el Monumental, que no tenía problemas que lo acompañemos a laburar. Mirá si estaba distraído, que pasamos al lado del santuario al Gauchito Gil y no lo saludó.  Pateamos la redonda hasta el baldío y Lucho paraba cada 10 metros para limpiarse las zapatillas mojando con la remera y un poquito de saliva El potrero tenía dos arcos hechos con maderas de tronco, ligeramente inclinados hacia algún lado por el tiempo y los pelotazos; la franja central entre las áreas era pura tierra seca y sólo tenía pastos a los costados.  Después de jugar y chivar un buen rato, nos juntamos con el resto de los pibes en la esquina a ranchar. Ranchar, para nosotros era como ir a misa: hablábamos de minitas, del gol de Messi, de la pilcha, nos fumábamos un pucho y a veces, el Tito, sacaba faso. Yo me animaba, cada tanto, a viajar con esa, pero Lucho no. Apenas unos tragos de birra y a comer a lo de mamá. 

        Ya era bastante tarde y Lucho seguía serio, ido y  no me quería decir porqué. Asique me enojé y lo perdí en los pasillos antes de llegar a casa. Cuando al rato, ya de noche, golpeó la puerta, apareció agitado y en patas. Escuché las sirenas de la policía perderse a lo lejos, mientras intentaba descifrar que me quería decir antes de ahogarse. Con mi vieja lo metimos a casa y lo limpiamos. Estaba sucio, lastimado, un ojo en compota y la camiseta de River deshilachada. Le sangraba la boca por donde ahora le faltaba un diente y con un cigarrillo le habían quemado la espalda. Jamás hice caso a las insinuaciones de mis hermanas: Lucho no robaba. Y si robaba o andaba en alguna complicada, me lo hubiese contado. Y tampoco era tan gil, para ir a robar y que encima, le den a palos y lo dejen sin sus zapatillas. Lucho, era el único que hablaba de la escuela en la esquina y le encantaba leer los libros que le prestaba la profe de Historia. Era bueno en matemática y en inglés, pero era vago, por eso se pasaba diciembre  encerrado, estudiando. La mayoría a esa edad,  ya ni nos acercábamos a las clases, si íbamos era para chamuyar a alguna piba. Pero él no era así, él contaba que la Romina ya estudiaba en la Facultad: siempre me hartaba hablando de ella, y de sus libros y fotocopias, y de que ojalá encontrara un buen trabajo y que ojalá se iba a ir de ahí y que ojalá él haría lo mismo que ella. Asique no, no había probabilidad de que fuera tan tonto.  Pero él no largaba prenda, no soltaba palabra.

     “¿Luciano qué mierda te pasa?¿Quién te hizo eso?”,  me hizo calentar. Le propuse juntar

a los pibes e ir a arreglar las cosas, como hombres, como guachos que nos hacíamos respetar. Pero se negaba y lloraba. No se si de tristeza o de bronca. “No me rompás los huevos, Diego, te dije que no me jodas”. La impotencia me hizo salir afuera a gritar. “Metete adentro, pelotudo. Mira si viene la gorra”. Y me metí, porque Lucho tenía esa capacidad. Esa capacidad de cuidarte, casi innata, inconsciente, de cuidar la vida de los demás por sobre la propia. Y yo le hacía caso, si me decía eso, yo le hacía caso de la misma manera, a su instinto casi paternal.    

   Pasamos un rato, nos distrajimos, le presté unas ojotas y se fue. Antes me abrazó, como cuando nos abrazamos después de un gol, me besó la cabeza, como nunca, me pegó una piña en el brazo y entre sonrisas se las tomó. Pero yo lo conocía, sus ojos decían más, más que una mueca, más que sus dientes chuecos, más que el miedo que él no me podía contar. Me di cuenta: si se dió vuelta, se puso la capucha y empezó a andar. Me di cuenta: si sus lágrimas cayeron pesadas en un charco, rompiendo silencio de la noche en el barrio.      

      Esa madrugada de verano las sirenas de la gorra explotaron antes que el estallido seco y fugaz, y la bala de la angustia atravesó mi cama. Y esta vez no hubo advertencia, solo un para siempre: en esa sonrisa desdentada, en su piel morena y agrietada, en el grito de gol más abrazado de la historia, en la noche que rompió los ojalá.




*En Argentina, la policía viola cotidianamente los derechos humanos de los sectores sociales más vulnerables de nuestra sociedad, a través de prácticas represivas, tortuosas y abusivas. Hay que entender que la discriminación y la legitimidad de la violencia institucional (potenciada en la abulia judicial, la corrupción y la desidia estatal), no es responsabilidad exclusiva de un gobierno, sino de una configuración social perezosa, distraída en debates estériles y funcionales, que perpetúa un Estado ausente e impotente. Basta de mirar para otro lado.

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