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La teoría

Escuchame una cosa, Tito, prestame atención. Vos me tenés que entender, tenés que creerme. Sos mi amigo, Tito. Esto... de esto yo no creo nada, viste. Algo raro pasa. Ya me conocés… toda una vida. La Elsa no me quiere escuchar y eso que yo le digo, Elsa, Elsita mi amor, haceme caso con esto, dame bola, Elsita. El otro día insistí, insistí, mientras ella se limpiaba las manos con el repasador y después se lo colgó en el delantal, ¡jé! ese gesto tan de ella, qué se yo, estaba atravesado por este pensamiento y ella me decía pero no, loco, estás loco, qué estás tomando. Esto lo hacen por el bien de todos, no escuchaste al presidente, al gobernador, no escuchaste a los médicos. Y siguió con su catarsis, viste cómo es, qué decís Miguel, estás viejo, esas cosas, dejate de joder, esto es porque vas mucho ahí, todo el tiempo, todos los días, quedate en casa, por el amor de Dios dejá de ir a hablarle a un mosaico.  Pero vos me vas a escuchar, Tito, tuve un sueño, un algo con todo esto del virus

Los muchachos que son todos iguales

Hoy caminaba por la avenida 51, a la altura de 5, cuando vi en una esquina a un muchacho, muy serio, que parecía un modelo de Lacoste, incluso, podría decir, que estaba posando con los labios fruncidos para alguna cámara que no alcancé a descubrir. Usaba pantalón de chupín bien apretado a las gambas, zapatos que parecían lustrados con grasa, una chomba entallada dos talles menos, anteojos de sol europeos y un brillante y exclusivo reloj que devolvía la luz del sol al cielo como un reflector. El muchacho en cuestión lucía una barba cortada prolijamente con navaja y el pelo claro, algo rubio, rapado en degradé hasta confundirse con la piel pálida, casi transparente de su cara. Si me guío por su look, parecía modelo, ya lo dije, pero estar ahí, entre el vulgo argentino que iba y venía de la oficina, del kiosco o del almacén, no era lugar para un Lacoste Boy, diseñado para los empedrados de París o la garúa de Milán. Además de que su estatura no superaba el metro setenta, estándares de med

La madurez de las paltas

  Mi primer mejor amigo se llama Patricia. Apenas se asomó por entre las piernas de su madre, le pusieron Sebastián por el padre del padre o algo así. Cuando empezamos el secundario, se cambió el nombre por Saturno y cuando lo terminamos, continuó con su viaje galáctico y se puso Estrella. Ahora que, años después, la encontré comprando zapallitos en la verdulería de los bolivianos, me contó que se llama Patricia. Me vio primero y pegó un grito tan agudo y angustiado, que casi me cago encima: pensé que nos estaban asaltando, algo bastante común en el barrio. La reconocí por esa mandala horrible que tiene tatuada en la muñeca y por su diente en orsai, así le decíamos a la paleta que está adelantada a su dentadura. Nos pegamos un abrazo inolvidable, de esos que aprietan tanto que hacen que se escape un eructo. Seguía tan apasionada y delicada como cuando era una niña en el envase equivocado. Lo primero que le dije, es que se había elegido un nombre de mierda, pero me confesó que cuando tu

Dios me cagó la vida

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Mi vieja se escandalizaría, pero yo tengo una fe. Una fe bien mía, un rito que me salvó del abismo cuando me dejó mi ex: terapia o religión, cada tanto, solo cada tanto, dejo de escribir y de ver fútbol, y salgo a recorrer los bares en busca de algún consuelo con piernas de mujer o, en el mejor de los casos, en los puños de algún gigantón. Una de dos. Los bares de Constitución no son un lugar para andar con medias tintas: o tengo la suerte de saber llevar una billetera abultada y el cariño que se compra, o me entrego a la adrenalina de las miradas perdidas, los insultos cruzados y la sensación viscosa y metálica de la sangre en la boca. Esa noche necesitaba historias, pero historias “que valgan su pena, Casas, por qué si sigue así no viene más”, según las palabras de Butera, el Director del magazine deportivo “El potrero” donde, desde hace un tiempo, andaba lamentando y reciclando historias aburridas en el barrio de La Boca y alrededores.  El tipo era grande como una puerta y se tomó u

El tiempo nos cagó a pelotazos

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  —José, usted se está pudriendo por estar triste —y se seca la frente con un pañuelo azul que saca del guardapolvo. No puedo dejar de pensar en qué profesión rara la del médico, quizá la más vital y necesaria, sin dudas, quizá la más insensible de todas, también. Uno supone que un oncólogo debería manejar el afecto de un padre o de un compañero. Continúa anotando algo en un papel, sin mirarme, como ignorando que acaba de sentenciar mi muerte. Hace un calor bárbaro y en el hospital no hay más ventilación que las correntadas que se forman entre los pasillos de las salas de consultorios y las de terapia. Aunque la indicación es que deben estar cerradas, los enfermeros las traban con baldes llenos de agua, así el aire pasa y alivia un poco el verano. Yo todavía no estoy listo para el infierno. De repente, siento como si un sacudón me arrastrara hacia atrás, me tomara de la remera o del cuello, me inmovilizara, me arrancara de la camilla, lejos, cada vez más lejos del consultorio, del doc

El gomero que perdió un Mundial

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Tuve la mala suerte de nacer durante el Mundial 90. Para peor, se me ocurrió empezar a empujar para salir en el momento en que Codesal se inventaba un penal para robarnos del mundial. Estoy convencido de que mi viejo, el Tano Brambillia, nunca pudo perdonarse por eso. Y seguramente, hasta último momento, hubiese querido que fuera mujer. Pero no. Le salí varón, huevón, apasionado, calentón y cabeza dura como él. Durante el parto, mi vieja me contó que el Tano no paró de putear a un tal Sergio, que Sergio lo cagó, que no era necesario hacerlo sufrir tanto. Quizá, por eso, cuando estaba cerca de cumplir los veinte y lo bastante grande para comprenderlo, me prometió que si no salíamos campeones en el Mundial 2010 con Maradona de Director Técnico, jamás volvería a ver fútbol. “Yo te quiero, hijo, pero creo que me mandé una cagada”. En aquel momento pensé que el viejo exageraba un montón, y –aunque nunca sentí ser yo la maldición por la cual Argentina no ganaba un mundial desde que nací–, me

Cumbia

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Llegué demasiado temprano.  ………. Siempre que quiero llegar sobre la hora o unos minutos tarde, no me sale. Un amigo, Pablo, hace algunos años me dijo que me haga desear un poco. Vos tenés que caer 10 o 15 minutos después que ella, dijo mientras se acomodaba la mochila, eso les encanta. Pero yo no soy así, no tendría cara para remarla, y si quisiera, tampoco me saldría.  ………. Faltan 23 minutos para las cuatro de la tarde. La hora que pactamos para encontrarnos. Releo el mensaje. Plaza Rocha, del lado de 61, sobre la esquina de avenida 7. ¿Está bien? Hay un puesto de patys. Bueno, ahí.  Me acomodo el pelo, acto nervioso, supongo, no tiene mucho sentido. Lo tengo corto, estilo militar, con un jopo. Me peine con cera. Un virgo. Voy cruzando la plaza hasta llegar al lugar. Cada vez camino más lento, como si eso hiciera que el tiempo corriera más rápido o me ahorrara las miradas y el cringe de sentarme solo con un ramo de flores en un banco de plaza a esperar. ¿La gente que pensará cuando me