Dios me cagó la vida

Mi vieja se escandalizaría, pero yo tengo una fe. Una fe bien mía, un rito que me salvó del abismo cuando me dejó mi ex: terapia o religión, cada tanto, solo cada tanto, dejo de escribir y de ver fútbol, y salgo a recorrer los bares en busca de algún consuelo con piernas de mujer o, en el mejor de los casos, en los puños de algún gigantón. Una de dos. Los bares de Constitución no son un lugar para andar con medias tintas: o tengo la suerte de saber llevar una billetera abultada y el cariño que se compra, o me entrego a la adrenalina de las miradas perdidas, los insultos cruzados y la sensación viscosa y metálica de la sangre en la boca. Esa noche necesitaba historias, pero historias “que valgan su pena, Casas, por qué si sigue así no viene más”, según las palabras de Butera, el Director del magazine deportivo “El potrero” donde, desde hace un tiempo, andaba lamentando y reciclando historias aburridas en el barrio de La Boca y alrededores. 

El tipo era grande como una puerta y se tomó un chopp de cerveza con la misma rabia que cualquiera se toma una cucharada de jarabe para la tos. Transpiraba por cada recoveco de su cuerpo, aunque hiciera un frío de cagarse ahí afuera en las calles y en la noche de Buenos Aires porque, se sabe, dentro de los bares de la zona de la estación de Constitución no existen los inviernos.  Parecía cansado, el tipo, y se apretaba contra la pared en la última mesa, en el rincón más oscuro, para que nadie lo viera. Pero por sus kilos y sus movimientos toscos, era difícil no verlo. Con sus dedos giraba un pucho y miraba a la pared descascarada por la humedad. 

—Ese que ves ahí, es el Mono Serrano, fue arquero de Riestra —dijo el mozo, adivinando mi gesto—. A ese tipo, él le cagó la carrera —y señaló un póster—. Ahora anda jodido, complicado con la guita, pero es buen tipo.

—¿En serio? ¿Él?

—Sí, él... —dice, guiñando apenas el ojo— Andá y preguntale. vas a tener una buena historia para contar en un asado. 

—Parece que anda malhumorado...

—Tomá, llevale una birra, de mi parte y vas a ver.

El mozo tenía unos bigotes blancos tipo mostachos y un delantal marcado por las copas que secaba. No sabía bien de qué hablaba, pero movido por la desesperación, me acerqué con una jarra de Quilmes y fuego para el pucho. 

             —Escúcheme, ¿usted es el Mono Serrano? —le digo.

             —¿Qué querés? ¿Quién sos? — su voz era fuerte y clara, como la de un capitán de barco, a pesar de los ruidos que hacía la banda que tocaba en el bar. 

             —Soy Juan Casas, periodista de la revista El Potrero. Me gustaría hacerle una entrevista... 

             —Pará, pará, pibe —me interrumpió— estoy podrido de contar esa historia. Anda y preguntale a cualquiera. Lo saben todos. ¿Tiene laburo para mí? —lo miré, mientras tomaba asiento. Esto no le gustó nada. Pero siguió vociferando —Si no, te pido que te retires. No me gustan los quilombos, tomatelá.

             —Mono, escúcheme —seguía sin tutearlo —me tomo el atrevimiento de decirle así...

             —Ni mi nombre sabés, pendejo. Julio es mi nombre. Julio Ambrosio Serrano. El Mono para mis amigos. Hago herrería y albañilería y cualquier changa que tenga en su casa. Tengo un rastrojero impecable para hacer fletes de cosas chicas. ¿Me necesitas para trabajar? Serví cerveza.

Le serví y le convidé fuego para que se prenda el pucho. Su mirada nunca fue de enojo, sino más bien resignado, cansado. Apretaba el puño y se tapaba la boca luego de cada trago, aunque el eructo se escuchaba igual. Le conté que andaba un poco apurado, hace algunos meses no pagaba el alquiler y quizá lo necesite para la mudanza, para volver a lo de mi vieja. 

Palabra clave. Su tono cambió y me contó que se le está poniendo difícil, que casi nadie lo llamaba, que con la crisis todos decían vender o aprender a arreglar las cosas en casa por internet. Tenía quinientos pesos, que había ganado en la quiniela matutina. Se los ofrecí a cambio de su historia. Una historia que no conocía, pero quería escuchar.


—Es verdad, no te puedo decir que no. Yo te voy a contar la historia, pero no te vayas a reír. Si, hoy cualquiera podría armarse una historia así y contarla en cualquier bar o en cualquier esquina y sería fácil, bastante fácil, volverse el centro del relato, vistes, sentir por un rato la atención que se le brindan a los buenos cuentistas, o los grandes profesores. No serás profesor de algo vos también, ¿no? Digo, por tus anteojos y tu pulóver con pitucones, parecés profesor de Historia…. En fin, acá, viejo, yo no tengo nada para ganar, si hasta la historia me humilla un poco, todavía me pesa cada vez que lo veo ahí mostrando los dientes, esa sonrisa, la misma que tiró después de hacerme lo que hizo, de arruinarme la carrera. De eso me acuerdo, de su sonrisa, hasta ahí te puedo contar. No es que lo odio, pero él me cagó la carrera. Creeme lo que te digo, ese gordito me cagó la carrera. Porque, no sé si triunfar en Europa, pero en Primera al menos... te juro que era bueno, era muy bueno al arco. Algunos decían que tenía cosas de Antonio Roma, que se yo, esa prestancia de saber dónde ubicarme, de hacer simple lo difícil. Yo no era un arquero volador, así lo que se dice espectacular, pero tenía como un don, un algo, que me ayudaba a intuir donde iba a caer la pelota, si el delantero me iba a amagar o para donde iba el penal. Pero este, me cagó. Me cagó bien cagado.

   

Saqué mi grabador Panasonic y lo puse al lado del vaso del Mono. Me llamó la atención lo claro que hablaba, como acostumbrado a dar discursos. Pensé que habría contado esta historia mil veces y que seguramente siempre le agregaba o cambiaba palabras, para hacerla menos pesada. Gesticulaba como si de vuelta estuviera en la cancha y cada tanto se pasaba la mano por la frente y se secaba el chivo en el pantalón. 


—Los torneos eran los sábados, entraba cualquier equipo con ciento cincuenta pesos de aquel momento. Qué se yo, que te diga ahora pagar tres mil por un derecho a participar, una inscripción que se le dice. Yo jugaba en los Gigantes del Oeste, así se llamaba mi equipo. Todos vagos de ahí, de Pompeya, de Los Piletones. Jugadores y ex jugadores del ascenso, algunos pendejos de las inferiores. Teníamos buen pie, un par de morochos que la rompían. El cupo eran diez o doce equipos y el torneo se jugaba todo el día, partidos de treinta minutos, una cancha de tierra y un poco de pasto a los costados, ahí sobre la calle Azoamar… ¿La tenés? En Fiorito. La cuidaba el viejo Carrizo. Todos contra todos, los dos mejores a una final. Ese sábado, andábamos derecho, afilados. Yo se tomó una pausa y le dio un trago largo a la cerveza para continuar exaltado, casi orgulloso— te lo juro querido, la estaba rompiendo. Dejamos afuera a los Tres Banderas, uno de los locales, que eran los mejores de ahí. En la final, ya estaba el otro local, Estrella Roja. 

     

Ahí nomás, se puso un poco tenso, como si lo que venía no fuera tan agradable o no le diera mucha gracia. Así que le ofrecí otro cigarrillo y le llené el vaso, que estaba por la mitad. Ya podía imaginar la historia, toda mi infancia atrás de la pelota. Podía verme ahí, aunque cada detalle la alejaba de las canchas de Ferrocarril Oeste y la acercaba más a los potreros que sobran en las villas cercanas al Riachuelo


—Yo sentía la cosa rara, el aire extraño, viste siguió—. Uno se da cuenta… Cuando vi cómo se empezó a juntar la gente antes del partido, se empezó a llenar ahí el terreno de Carrizo, la calle, algunos en los techos. Todos pegaditos, callados, se mandaban puñado semillitas o servían el mate y compartían con el de lado. En las esquinas los jugadores de los equipos de Villa Calacita, Puerta de Hierro, Villa Dulce, en cuero, tomando birra, esperando, se sentaban chinitos en el piso, se apoyaban en los postes. Cosa nunca vista, tanta paz. Si les encantaba emborracharse y cagarse a trompadas, era una costumbre después de los partidos, casi una práctica habitual. Pero esta vez, todos parecían esperar algo, algo de lo que nosotros seríamos parte, pero no lo sabíamos todavía, un hecho único, un espectáculo imperdible, no sé, se sentía esa tensión que hay en los circos antes de una acrobacia peligrosa o cuando se apagan las luces segunditos antes de que empiece un recital. Había un murmullo, una ansiedad, algo que con los años todavía no puedo explicar. Mientras los muchachos, los míos, se acomodaban los botines, tiraban pases, cambios de frente, piques y repiques, yo los alentaba, les gritaba, los abrazaba. Pero no, la verdad es que no podía salirme de lo que estaba pasando alrededor, tanta gente, nunca visto. Habría diez mil, quince mil personas. Vos no me vas a creer, pero preguntale a cualquiera de mi edad ahí en Fiorito y te lo va a confirmar. Había más gente que para un partido de Primera. 

     

Miré alrededor, con la misma confusión de quién despierta de un sueño, me di cuenta que la banda ya no tocaba y que el bar se había vaciado. Apenas seis o siete changos jugando a las cartas. El mozo, que limpiaba las mesas, me miró y me hizo la seña para ofrecerme otra birra más. Le dije que sí y seguí escuchando.


—Ellos, los del Estrella Roja, calentaban del otro lado, en el otro arco. Tenían al Chapa, atrás, un defensor rústico que jugaba en Dock Sud y le pegaba como un toro. En el medio un par de gordos que la movían y adelante, la Garza Maldonado, un flaquito de metro noventa que era más rápido y más habilidoso que Housemann, mira lo que te digo, era buenísimo. Entre ellos había un chiquito de rulitos, que sería el hijo de uno de ellos y se divertía entre los grandotes. Eso pensaba, o eso quería pensar. El partido arrancó tranquilo, le tapé un mano a mano al capitán de ellos, el Negro Sosa, un delantero de buena carrera en la C y que según cuentan, era la esperanza de Boca, pero algo pasó en el medio y terminó en los torneos de la villa por dos mangos y un costillar. Lo que les pasa a casi todos. 

El partido se puso chivo, aburrido y bastante trabado. La pelota iba y venía, nadie la ponía en el piso, se pegaba mucho y encima había un viento terrible que levantaba polvo y tierra y hacía las cosas más difíciles. El sol empezaba a bajar y cada vez se veía menos, pero los últimos rayos entraban por el horizonte y me daban derecho en los ojos, así que andaba con cuidado de que alguno no sacará un tiro de lejos. No la veía, hijo —me hizo sentir a salvo y cómodo de escuchar—, no la veía. En una de esas, la Garza se escapa por la izquierda, y no sé si se tropezó con una mata de pasto o qué, se cayó sólo y pegó un grito que se escuchó por todo Fiorito. Impresionante. Se rompió todo, pensé. El flaco se agarraba la rodilla y todos nos acercamos a verlo. Cero a cero, faltando diez minutos y se lesionaba el mejor de ellos. Era una buena noticia, así que me hice el boludo y mandé a mis jugadores a que no se distraigan, a que sigan metidos. Era la nuestra, era nuestra oportunidad de ganar de visitante… ¿Entendés? ¿Sabés lo que sería ganar ahí? Ni te imaginas, ganarle al local, era el orgullo del barrio. Ya me imaginaba todos los comentarios en los pasillos, de qué buenos son estos pibes de Los Piletones, el arquero es crack, tapa todo. Se me inflaba el pecho. A las chicas les encantaba, nene, nos íbamos a poner de moda. Era nuestra copa del mundo. Ya podía soñar con callar a toda esa gente, todo ese murmullo, todas esas puteadas que me comí cada vez que sacaba del arco, o los piedrazos cuando llegamos al barrio. Eran complicados esos tiempos, nos la hacían sentir, pero había códigos. 

Pero escúchame una cosa, ahí nomás, de repente, mientras sacan en andas a la Garza, veo que le ponen la camiseta el chiquito, al de rulitos, al negrito, al petisito hijo de re mil putas de nueve o diez años máximo, que empieza a moverse, a saltar. Y noto que la gente estalla, que aplauden, que gritan… Me quería morir, nene.

    

Algo detuvo el relato. Como si hubiese tenido una arcada, una indisposición, se agarró la cabeza y miró fijo al vaso de cerveza. Esperé que se recompusiera y siguiera contándome. Pero se calló y continuó desconcertado unos minutos más. Estaba borracho y empezó a balbucear. La luz del bar era cada vez más tenue, y a pesar de que su voz se oía clara, apenas podía ver su cara. Estaba colorado y transpiraba. Le ofrecí un pañuelo y le pedí agua al mozo, que no quiso aceptar. Le dio un trago largo a lo último que le quedaba a la birra, que ya estaba medio caliente. No quise presionarlo, pero necesitaba el final.


—Mirá, nene —eructó, ya sin taparse la boca— prefiero parar de contarte ahora, ¿sabés?... En ese momento sentí como si estuviera de frente algo extraordinario… ¿Me explico? 

—Sí —contesté— pero quiero saber si ese chico era…

—Ese gordito tenía una luz distinta —me interrumpe—, no sé. Se me borró casi todo lo que pasó después que agarró la primera pelota, como si por la salud del bocho, hubiese reprimido ese recuerdo. Te lo juro. El desgraciado la bajó con la derecha y empezó a encarar con la zurda para mi arco. Uno, dos, tres en el camino. Y no me acuerdo más. Pero si tengo una imagen, una sensación: es algo que vuelve todo el tiempo, querido. Un instante que todavía me rompe, me destroza. Yo estaba ahí, tirado en la tierra comiendo la cal de la línea del área, con la boca llena de pasto, las piernas cruzadas, como atadas. Estaba hecho un nudo, nene, un nudo, ahí en el suelo, inútil, resignado, muerto, viendo como la pelota mansa entraba a mi arco, a mi vida, a todo lo que había soñado. Y el pendejo sonreía y la acompañaba con la zurdita. El chiquito este, no lo quiero ni nombrar, que jugó con los botines desatados y mientras me la pisaba y la alejaba de mis manos, sacaba la lengua, concentrado. Terrible, hermano, humillado por un gordito de nueve años…  Después de eso… ¿Con qué cara me iba a ir a probar a Independiente, querido? Esa historia se iba a contar, iba a trascender, se iba a hacer leyenda. Y yo no tuve el papel más deseado, querido, yo pasé vergüenza... 

Ese enano, es…

    —Sí —me volvió a interrumpir —, no lo quiero ni escuchar. Salió levantando las manos, como en ese gol que te estás acordando, igual. Y sonriendo, enano sinvergüenza, salió sonriendo, ¿podés creerlo? Y todo Fiorito atrás de él, festejando, saltando, gritando, cantando. Eso sí, eso no me lo olvido más querido. Ese negrito me cagó la vida.


Se secó la frente, respiró profundo y vaciló una excusa inentendible. Se paró como pudo y me pidió que lo llame cuando haga la mudanza. Le prometí que no tendría que contar más esta historia. Se sonrió apenas, como triste, dando un poco de lástima. Pagué la cuenta, saludé al mozo y me crucé al bar venezolano que estaba justo enfrente, donde comí arepas y tomé más cerveza. Una caderona, de labios gruesos y glitter en los pómulos, me acompañó hasta casa y se quedó con mi computadora, lo poco que había en la billetera y una botella de Whisky escocés. Borracho como una cuba, apenas pude ver cómo se levantó de la cama, en puntitas de pies, guardó las cosas en una cartera de leopardo y se fue bajo la estruendosa ovación del primer tren del día. 


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