Los muchachos que son todos iguales

Hoy caminaba por la avenida 51, a la altura de 5, cuando vi en una esquina a un muchacho, muy serio, que parecía un modelo de Lacoste, incluso, podría decir, que estaba posando con los labios fruncidos para alguna cámara que no alcancé a descubrir. Usaba pantalón de chupín bien apretado a las gambas, zapatos que parecían lustrados con grasa, una chomba entallada dos talles menos, anteojos de sol europeos y un brillante y exclusivo reloj que devolvía la luz del sol al cielo como un reflector. El muchacho en cuestión lucía una barba cortada prolijamente con navaja y el pelo claro, algo rubio, rapado en degradé hasta confundirse con la piel pálida, casi transparente de su cara. Si me guío por su look, parecía modelo, ya lo dije, pero estar ahí, entre el vulgo argentino que iba y venía de la oficina, del kiosco o del almacén, no era lugar para un Lacoste Boy, diseñado para los empedrados de París o la garúa de Milán. Además de que su estatura no superaba el metro setenta, estándares de medidas bien platenses que no colman las expectativas de las marcas de moda. Su facha, y cuando digo facha no es una apreciación de su belleza, sino de su forma de andar, me hizo pensar tantas cosas, sobre todo en esos muchachos que vienen en serie. 

Esos muchachos, que desde la escuela los llamábamos caretas –¿Por qué nacerán muchachos que desde los cinco años parecen todos iguales, prolijitos, con los mismos nombres y la misma forma de trabar la garganta para hablar?– y que iban a estudiar perfectamente vestidos, con los cuadernos forrados de River Plate y los libros nuevos sin dobladuras en las páginas, no como los nuestros que eran una precaria herencia familiar. Podría asegurar, sin exageración, que si, en ese tiempo, queríamos profetizar el destino de esos muchachos tan pulcros y ergonómicos, no teníamos más que revisar sus mochilas, sus cartucheras o sus libros. 

Problema brutal e inexplicable, porque es difícil saber qué carajos tendrán esos muchachos en la cabeza, esos muchachos que a los doce años van al colegio enfundando el último celular, con la sonrisa mezquina y resuelta, el jopo bien peinado y las zapatillas blancas, intactas. Y varios años después, cuando los cruzas en la calle, siempre serios, nos baten que estudian de economía o de abogados o que trabajan en el estudio contable de papá; y luego van y se reciben de la facultad, y eso que tanto les costaban las matemáticas, que tanto les costaba retener la trama de El Principito ¡qué importa!, si luego se graduan con honores, y siguen serios cuando los volvés a cruzar; y están de novios con chicas hermosas, rubias ellas; y continúan graves, serios al hablar como un Digesto Municipal; y se casan bastante jóvenes, vemos las fotos en una quinta inmensa, verde y arbolada; y el día que se casan, cualquiera diría que asisten a una reunión de ex-estudiantes de la secundaria, vestidos como el muchacho que hoy vi sobre la avenida 51, pero con las camisas abiertas, manchadas, gafas con marcos amarillos y las mandíbulas corridas como un boxeador sorprendido por un uppercut. Ni qué hablar, porque ni qué hablar, de la luna de miel, en un caribe imposible, lleno de playas blancas, cuerpos curtidos por la moda, peces de colores, toboganes de agua, Gin Tonic, ellos tan felices acostados sobre el tronco antinatural de una palmera o mirando a un horizonte naranja, un sol impresionante, un mar azul o verde como los ojos impostados de sus mujeres. 

¡Nunca hicieron un chiste bueno! Qué van a hacer chistes, si nadie entiende su humor. Nunca desactivaron las defensas de la chica que les gustaba escribiéndole un poema o riéndose de su mala suerte. ¡Tantas tardes se perdieron por no ir a tomar cerveza a la esquina con los otros muchachos! Los muchachos del barrio donde ellos, claro, no vivían. No. Las diversiones que se permitieron fueron tardes en piscinas olímpicas, en countrys, nunca un ring raje o una Quilmes de fiado, ellos que bebían licores extraños con etiquetas en inglés o tal vez, improvisaban un viaje maratónico por Disney World. 

Pero el problema no es este, si acaso alguna vez se divirtieron en serio o no, si al final todo fue una pose, una puesta en escena para la foto. No. Este no es el problema. Sino es que nacieron en serie. Todos iguales, previsibles, demasiado detectables. Los culpables ¿Quiénes son? ¿el padre? ¿la madre? Si hay muchachos que son alegres, que se visten cómodos, que no andan enojados, que desarman sus preocupaciones con humor. Pero ellos, que no, que ni por broma sonríen ante una ironía, y es que ahora supongo que quizá no la entienden, son muchachos que parecen estar embutidos en sus pantalones y sus camisas, como un salchichón en la vidriera, mostrándose como seres en franca decadencia moral, desperdiciando su particularidad, los delirios cromosómicos de la creación que tanto esfuerzo hizo en hacernos a todos distintos, únicos, extraordinarios. Jamás te sorprenden, ni en pedo, como si los padres, cuando los encargaron a Nueva York, hubiesen estado inmersos en un tedio insoportable, observando un menú de hamburguesas inentendible, tan solo pidiendo un hijo porque tenían hambre. De otra forma no se explica esa vida aburrida que sus chicos echan a perder. 

Sin embargo, las teorías fallan cuando cuando se trata de explicar la psicología de estos muchachos. Hay señoras que dicen, refiriéndose a sus hijos desabridos: 
—No sé a quién habrá salido, si nosotros lo mandamos a jugar al rugby para que se divirtiera… 

Muchachos pavorosos y tétricos. Ordinarios, aburridos, todos iguales como en una película oriental. Muchachos que no leyeron nunca a Roberto Arlt, ni a Abelardo Castillo. Muchachos que jamás se enamoraron de la maestra ni de la hermana del arquero del equipo; muchachos que nunca lloraron por no llenar el álbum del mundial y que se pelean para ver quién, borrachísimo, hace mierda primero el auto caro de papá; muchachos que no dicen malas palabras en público y que siempre andan con sus camisas planchadas, que suben la misma foto al Instagram; muchachos que entran a los lugares con los zapatos perfectamente lustrados y las uñas limpias y los dientes lavados; muchachos que de niños siempre ostentaron a mis ojos pobres las zapatillas Adidas, la última pelota Nike; muchachos que en las fiestas de fin de año son el orgullo de sus madres, ellas tan botoxeadas, que los exhiben como un trofeo de pulcritud; muchachos que declaman con énfasis reglamentado y protocolar los principios económicos de Adam Smith; muchachos con calificaciones inexplicables y títulos de la UADE en tiempo y forma; muchachos que del Privado van a la Universidad, y de la Universidad al Estudio, y del Estudio a los Tribunales, y de los Tribunales a un hogar congelado con una esposa honesta y rencorosa; y del hogar con esposa honesta y rencorosa y un hijo bandido que se hizo poeta, al panteón que les reservó su apellido en la Chacarita. 

¿Para qué habrán nacido esos muchachos, todos iguales, seriados, ordinarios? 
Misterio. Misterio.


                                                                                  *Gracias, Roberto Arlt. Leer, por favor,                                                                                                                                             Aguafuertes Porteñas

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