El gomero que perdió un Mundial

Tuve la mala suerte de nacer durante el Mundial 90. Para peor, se me ocurrió empezar a empujar para salir en el momento en que Codesal se inventaba un penal para robarnos del mundial. Estoy convencido de que mi viejo, el Tano Brambillia, nunca pudo perdonarse por eso. Y seguramente, hasta último momento, hubiese querido que fuera mujer. Pero no. Le salí varón, huevón, apasionado, calentón y cabeza dura como él. Durante el parto, mi vieja me contó que el Tano no paró de putear a un tal Sergio, que Sergio lo cagó, que no era necesario hacerlo sufrir tanto. Quizá, por eso, cuando estaba cerca de cumplir los veinte y lo bastante grande para comprenderlo, me prometió que si no salíamos campeones en el Mundial 2010 con Maradona de Director Técnico, jamás volvería a ver fútbol. “Yo te quiero, hijo, pero creo que me mandé una cagada”. En aquel momento pensé que el viejo exageraba un montón, y –aunque nunca sentí ser yo la maldición por la cual Argentina no ganaba un mundial desde que nací–, me empecé a preguntar qué había hecho para prometer esa locura, esa empresa que para nosotros, enfermos del fútbol, se asomaba imposible.

El Tano Brambrillia era un prominente gomero de la zona de Ensenada. Futbolero rancio y entusiasta, había adornado la gomería con posters de Maradona, Bilardo y el Tata Brown. Quizá el plus de su trabajo, estaba en su optimismo inclaudicable y en la capacidad de contar anécdotas. Tenía historias para cada hecho cotidiano, y mientras cambiaba una goma o hacía un presupuesto, enamoraba a sus clientes con sus relatos; al borde de lo inverosímil, pero siempre atrapantes. Tu padre es un mentiroso, decía mi vieja y se reía mientras cebaba el mate y el Tano la apretaba desde atrás y le besaba con ternura ruidosa la mejilla. Nunca los vi pelear, y cuando mi viejo vendió la Ford F100 para cambiar la grifería del baño de casa y poner los cerámicos de la habitación, supe que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa por amor a mamá.

Incluso resignar el fútbol. 

Yo te quiero, hijo, pero creo que me mandé una cagada. Lo que le pasa a la Argentina es mi culpa… Vos dirás, papá está loco, qué le pasa, qué carajo tiene que ver lo que dice que lo que hacen once tipos en una cancha. Pero no, hijo, es mi culpa. Si yo no dejo de ver fútbol, no vas a ver nunca lo que vi yo. No vas a ver ni a un Diego Armando gambeteando ingleses, ni a un pincha saliendo Campeón del Mundo… Yo te quiero, hijo. Por favor, estoy agradecido de tenerte y estoy orgulloso de vos. Mirá, tenemos las mismas cejas y la misma pasión. Por eso me duele el alma toda esa ilusión que te generás… Y lo veo a Messi y sé que no, sé que mientras yo esté de este lado, prendido al televisor o a la radio, no va a pasar, negrito, no va a pasar. Así que no quiero que tengas mucha expectativa. Voy a hacer el último intento en este Mundial.  

Poné la pava y sentate. Te voy a contar de dónde viene todo esto.

En el año 84 estaba loco por tu mamá, loco. La conocí cuando yo era un pichón en la gomería de Don Antonio, ahí sobre Avenida 60, cerca de la cancha de los primos. Ella iba a la facultad de Medicina y yo la veía pasar todos los días. Estaba enamorado y no sabía ni el nombre, imaginate. Intenté regalándole flores, simulando que cada vez que pasaba ella yo tenía que salir de la gomería a hacer alguna diligencia acompañándola a la casa. Empezamos despacito a charlar, a conocernos. Pero viste, ella médica, yo gomero, a tu abuelo no le gustaba mucho la idea y siempre que nos veía, dejaba algún comentario que todavía se los debo. ¿Me seguís? Un día, medio que la apuré y le propuse que seamos novios, que andemos de la mano. Pero me dijo que no, que no sabía, que lo tenía que pensar. Me mató. Volví arruinado a la gomería. Don Antonio se preocupó y me recomendó ir a ver a un tal Sergio en el barrio de Gorina. Vos andá, pibe, va a hacer un laburito, va a hacer que ella se anime, tss! (siempre se tragaba el eructo antes de decir algo importante), en una semana la tenés enamorada, dijo. Vos sabés, lo pensé mucho… No quería obligarla a tu mamá, ni lo que se dice… embrujarla. Pero fui igual, pendejo, loco de amor... Un tarado. No lo hagas nunca ni le digas a tu madre, ¿me lo prometés?

En fin, este Sergio, qué sé yo, un chanta de aquellos, pero con poderes mágicos, me pidió un par de referencias, que le cuente cómo era, el nombre completo (que apenas lo sabía, creo que le inventé el segundo nombre) y a la semana tu madre se apareció en la gomería con una revista El gráfico y una botella de Vascolet. ¿Querés ir a sentarnos un rato al bosque, Tano?, soltó ahí nomás, toda tímida. No me olvido más. No podía creerlo, el loco éste, este brujo ladrón había cumplido y sólo tuve que hacerle la alineación y el balanceo del 1500 cremita con el que se paseaba por la ciudad. Al año nos casamos y nos mudamos a casa.

Pero, hijo, en el año 86 la Selección no iba ni para atrás. A Bilardo le daban por todos lados, y qué querés, si no jugábamos a nada. Éramos una banda, no hacíamos dos pases seguidos y Maradona no podía solo. Así que me acordé de Sergio. Y fui. Este es un laburo grande, me dijo. Somos varios haciéndolo, pero no te puedo prometer nada. Hay otros como yo en todos lados del mundo haciendo lo mismo. Pero tu aporte va a servir. Entonces, le regalé el cambio de las gomas del auto. Para ese entonces ya andaba en un Renault 12 y yo ya me había largado con mi gomería. Habíamos progresado, vistes. Y bueno, sabés lo que pasó después: La Mano de Dios, el relato de Víctor Hugo, el Burru metiendo una corrida terrible a los 86 minutos. Nadie en el mundo se olvida. El tipo, este Sergio, era bueno bueno. Yo no creo en los brujos, hijo, pero que los hay…

Necesito que me prometas de nuevo, que me jures que esto que te voy a contar lo vas a guardar toda la vida. Ni una palabra a tu madre ni a tus hermanas, que son más chicas y no les gusta el fútbol y me van a matar. En el año 89 andábamos bastante mal con tu mamá. Es decir, no es que estábamos en crisis… pero no podíamos… Queríamos tener familia y no podíamos. Había algo que no funcionaba. Visitamos médicos, terapistas, ginecólogos, hasta me revisaron los huevos. ¿Me entendés? Está todo bien con usted, Gennaro, me dijo el doctor mientras me palpaba casi la chota entera. Estaba todo bien, pero no podíamos. Así que me acordé de Sergio...

Faltaba un rato para que Argentina resolviera el partido contra Nigeria con un gol de Heinze, de cabeza. Entre mate y mate, la voz del Tano cada vez se le anudaba más, como si saliera más cerca del pecho y más lejos de la cabeza. Trataba de elegir las palabras con la virtud de un discurso. Cada frase le pesaba la culpa y, ante cada punto y aparte, se tomaba un respiro y miraba el retrato de Maradona que teníamos al lado del televisor. Más que a mí, se justificaba con él, asumía la responsabilidad de cada fracaso de la selección.

En fin, sin decirle nada a tu mamá, fui a ver a Sergio. Agarré unos ahorritos que tenía guardados en la gomería y cargué un par de Goodyear en el baúl de la camioneta. Esos días andaba medio contrariado, las cosas estaban difíciles, ¿me entendés? Tu madre andaba mal, lloraba bastante… Y yo en ese momento, y ahora también, haría cualquier cosa porque ella no sufriera, hijo, cualquier cosa. Y este Sergio, que ya se había hecho la casa, hizo su laburo y ahí viniste vos… Pero el precio fue muy alto, hijo. No quiso aceptar el dinero ni las gomas. Me pidió una promesa y me advirtió de las consecuencias, que para ganar ciertas cosas, hay que resignar otras, vistes, a veces se gana y se pierde. Pero la felicidad de tu mamá lo valió, hijo, y vos me cambiaste la vida negrito... Y que me perdone Diego Armando, pero tu mamá y vos son más importantes…

Se hizo una pausa y no quise obligarlo a seguir. Nunca había visto llorar a mi viejo y sólo se me dio por darle un abrazo. Frenó el relato y agarró fuerte el piluso celeste y blanco, se secó las lágrimas con su pañuelo de Estudiantes y prometió que si no salíamos campeones, iba a dejar de ver fútbol. Lo sentí otra vez: estaba ante una decisión cumbre de su vida. No pude decirle nada, no alcancé a decirle nada cuando se paró y se quedó unos instantes callado frente al retrato de Diego Armando. Luego lo tomó y lo guardó en un cajón del mueble del televisor. Allí colocó una foto familiar y el título al gomero platense del año 1996. 

Se sentó en el sillón y con los ojos llenos de lágrimas, esperó que empezara su último Mundial. 



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