Onírica

     Te sumergirías en algún ensayo de Paul Preciado, pero hoy no estás lista, no, para ninguna filosofía que te empuje de frente a la angustia existencial. Asique volvés sobre tus pasos, a la biblioteca improvisada con las cajas de cartón de la mudanza, a buscar la voz que te acompañe hoy entre todas esas voces que elegís para tu soledad. Te aventurás a soñar con algo con Cortázar, o tal vez Pizarnik o quizá Oscar Wilde, porque sabés también que Pessoa puede resultar demasiado. Y será Deshoras, ese libro en donde tanto te ves y tanto te veo,  allí que hay un cuento que te recomendé, sutil y  abstracto como tu adiós, como esa mujer, ese cuadro y ese museo. Lo tomás con tus manos y lo abrís por el medio, hundís tu nariz y tu boca que te revelan que será el recreo correcto. 

    Vestís, aún,  pijamas y ojos de dormida. Preparás el té, las tostadas y te prestás a escuchar de fondo el vinilo de Chet Baker que te regalé en algún cumpleaños. Ese mirar atrás que te permitís cada tanto; y viajás, otra vez, a aquellos tiempos rebeldes, cuando te escapabas de  rutinas y encargos, para correr libre de las cruces de tu familia hasta mis brazos. Cerrás los ojos, y allí estamos, eligiendo la mesa del rincón del café Havanna, otra vez, pidiendo un cortado, la palma de mi mano sobre tu mano, regalándonos las miradas que nos desnudan las dudas, los silencios que abortan cualquier engaño, el aroma a moca tostado, la magia de habitar nuestros placeres.

        La campana del microondas te arrebata del recuerdo. Abrís los ojos, el sol del desayuno se cuela por la ventana y ya estás de nuevo en la mesada, en tu libro, en el café y la tostada. Disimulás el desencanto, para que aquel que ahora ocupa tu cama, si te ve, no tenga que preguntar. Hace frío, mucho frío, y el vino de anoche te martilla la cabeza con su resaca. Los pies buscan en vano acertar a las pantuflas, los brazos al chaleco polar, pero también sabés, que no serán el calor que necesitás para este domingo. Las paredes están despintadas, eso te enoja, te molesta, como te molesta verte y no encontrarte por los espejos de esa casa, que nunca será tu casa, nunca tendrá tu nombre ni los sueños que soñabas, y que, a veces, elegís olvidar.

     De pronto, del libro cae una carta al suelo, una nostalgia repetida. Virtudes de otros años y otros cuerpos, ahora son  pinchazos de escalofrío que se deslizan suave por tu pecho hasta el estómago, cicatrices de la cobardía que nos alejó. Te quedás quieta, paralizada, como si algo del presente te maniatara, y esa impotencia que siempre te invade  cuando volvés a escuchar mi voz como un fantasma. Y seguís inmóvil mirando la carta, impidiéndote leer esa carta. Esa carta que sólo yo sé que dice, esa carta que es la historia que nos contábamos. 

      Ahora vos me pensás pensándote, en mi encierro solitario, ahogándome en escritos sin destino, buscándote entre palabras, haciendo puño con mis manos congeladas, inventándote. Y me ves, mirando por la ventana, al horizonte celeste de la mañana entre los  árboles, encontrando el consuelo en mi imaginación. Porque ahí, es donde nos encontramos, amor mío, en ese umbral que me inventé para nosotros. Ese paisaje secreto e imaginario donde todavía nos elegimos, pequeños confines oníricos en mi hastío de vivir.





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