Jilguero


    De ese verano, lo que más recuerdo son los chicles Cowboy de menta. Teníamos los brazos llenos de esos tatuajes temporales que traían de regalo. También recuerdo a María. Y yo no me animé a contarle que amaba a Maria. 

    Cada sábado, nos trepábamos a los eucaliptos del Parque Saavedra y poníamos sobre las ramas más altas nuestras trampas para cazar jilgueros. Vicente las armaba con pan mojado o galletitas Maná que se robaba de la casa de la tía, donde pasaba sus vacaciones. Nos comíamos el paquete entero, y la última era para el pájaro despistado que se tentara. Yo las armaba con un poquito de alpiste o mijo, que me regalaba Esteban, el veterinario del barrio. Esteban venía bastante seguido a casa y se quedaba charlando con mamá. Yo creo que se gustaban, jamás los vi besarse ni andar de la mano. Pero un día mamá se enojó tanto que no vino más. Escuché los gritos desde mi habitación. Y yo me enojé con mamá, naturalmente. Quería criar jilgueros y regalarle uno a Maria. Esteban sabía, pero mamá no. Y Vicente tampoco. 

      Vicente hablaba mucho. Necesitaba hacer palabras e historias su gran imaginación. Herencia de su abuela, que escribía los cuentos que publicaba a nombre de su marido en un diario de allá, del Chaco, de donde era él . Sentarse en las ramas de los árboles a esperar los resultados de nuestras trampas le daba algún poder creativo que me encantaba. Desde allí, veíamos los techos y las casas de todo el barrio, y nos inventábamos la vida de los vecinos. Vicente las relataba como un monólogo y yo dejaba volar la imaginación. Escucharlo era mi momento preferido del día, sobretodo porque el relato siempre terminaba en esa casa de alto, amarilla con ventanas ojos de buey y techo de tejas rojas a dos aguas. La casa más linda de todas. Allí estaba Maria. Todas las historias de Vicente terminaban en Maria. Y mis sueños también. Pero no me animaba a contárselo. Ella tenía el pelo rubio y rizado, según de qué lado me dormía, a veces tan largo como el de Rapunzel. Le gustaba peinarse frente al espejo, y su sonrisa apenas descubría la ortodoncia en la fila de dientes de arriba. Era tan buena estudiante, que sus padres jamás revisaban sus cuadernos. Ayudaba mucho en la casa y de vez en cuando salía a pasear con su perro. Yo nunca la ví con él, pero Vicente sí, aunque el perro, que se llamaba Titán, a veces era un ovejero, otras un caniche y creo que alguna vez fue un gato también. Solía escribir en un diario íntimo las aventuras que tendría con un amor secreto. Soñaba con ser médica, pero después de la noche que vimos Jurassic Park, Maria empezó a soñar con estudiar a los dinosaurios. Tenía un año más que nosotros, e iba a alguna escuela especial, sólo para chicas, donde les enseñaban a cocinar, a ser lindas y buenas esposas. Yo la quería como esposa. Pero éramos pendejos y tenía que esperar. Y primero contarle a Vicente. El papá de Maria había sido astronauta, no se si llegó a la luna, pero ahora era camionero por eso estaba poco en casa. La mamá, tenía fama de bruja. En un momento, después de algunas lluvias, el barrio se llenó de sapos. Vicente decía que eran parte de un hechizo de ella, y si veíamos alguno, teníamos que aplastarlos con un palo y de lejos. Si el pis del sapo te salpica los ojos, te quedas ciego, decía.

       El último sábado de aquel verano tenía todo planeado. Iríamos con nuestras trampas, de vuelta al parque, cantando canciones de Viejas Locas, nos treparíamos a algún árbol, escucharía sus historias con fascinación y cuando terminara su relato, en Maria, siempre en Maria, se lo iba a confesar. Había ensayado toda la mañana: amigo estoy enamorado, no puedo dejar de pensar en ella, la quiero conocer, vayamos a verla o dale esta carta que le escribí. Tenía un cagazo bárbaro, estoy seguro que a él también le gustaba Maria. Pero Vicente no apareció, ni ese día, ni al otro. Se volvió con el papá para el Chaco, ¿No te dijo nada? Qué raro!, soltó por el teléfono la tía con la boca llena  y de mala gana. Y a mi se me terminó el verano, de sopetón, con un pinchazo frío en la panza y gritando mi furia contra la almohada.  Mamá, que me escuchó llorando, entró suave a la habitación y se sentó al lado mío en la cama. En la penumbra, la sentí mascar chicle y sonreír con algo de pena.  ¿Viste hijo?, intentó consolarme, lograron vender la casa amarilla de alto, esa que te gusta tanto, al parecer a una familia bastante jovencita.  ¡Al fin! ¡Años juntando polvo!. 

Prendió el velador, besó mi frente y sentí el aliento a menta en mi cara.





* El Jilguero Dorado, es un ave natural de Sudamérica y de Argentina. Le gustan los grandes prados, espacios abiertos y árboles, aunque también se adapta a la ciudad ya que no le tiene miedo a los humanos

* El eucalipto es un árbol originario de Australia, pero que fue introducido en Argentina durante el siglo 19. Tiene un gran tamaño, y en nuestro país se caracteriza por hallarse en determinados lugares, agrupado junto a arboles de su misma especie
* Los chicles Cowboy salían 5 centavos y eran el terror de las madres.

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