Diáfano
—¿Sabés que significa que algo sea diáfano?— dijo, sin mediar consentimiento de charla. Leía un libro de arquitectura de Le Corbusier. Nunca abrí un libro de arquitectura, supongo que no solo se leen, sino que también se miran. Pero evidentemente, él lo estaba leyendo.
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El salón del hostel donde nos hospedamos, tenía un espacio común al que le pusieron nombre en inglés. En temporada alta, el sur se llena de gringos y hay que quedar bien. Había un ventanal gigante, por donde entraba el sol directo de la mañana y se reflejaba en el valle por la tarde. Libros en todos los idiomas se apilaban sobre una estantería de pino, junto con revistas de aventuras tipo Weekend, de esas donde la gente de la tapa anda en bicicleta por el barro o muestra lo que pescó. Al costado, se erguía una de esas lámparas antiguas de pie, que se confabulaba en armonía con toda la estética de madera pino que tenía el Hostel. Yo tenía un té digestivo en la mano y me quedé colgada mirando el atrapasueños que bajaba desde el techo hasta la altura de mi cabeza, en el medio del salón. Había llegado de esas vueltas que te llevan a dar en 4x4 por los cerros, con conductores que irritan con su tranquilidad para transitar los bordes del abismo. La cerveza que me tomé en el km 24.7 me cayó mal después de tanto sobresalto en camioneta. Jamás se lo iba a confesar a Rubén, el anfitrión del Hostel, que me vió sola e insistió para que fuera a dar ese paseo.
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Rubén y Rosa, tenian el Hostel hace 30 años. Sabían algo de mi historia, porque no escatimaron en preguntar cuando llegué a El Bolsón. Una chica sola, que lindo, antes no era tan frecuente, ahora vienen más, cuchichearon entre ellos y me miraron con cierta lástima o calidez paternal. El viaje duró más de 20 hs y me pasé la mitad llorando. No sé bien por qué, si la decisión era mía. Pero supongo que fue el micro y su recorrido plano e incesante, el silencio de un viaje nocturno, la película en mute, los asientos semicama y la soledad de la ruta. Que se yo, ese camino hacia lo nuevo o inevitable, me llenaba de un miedo que no pude sostener con la misma fuerza con la que dije chau.
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— Acá muestra algunas imágenes de livings muy parecido a este — insistió. — Asi que algo diáfano debe ser así. Estuve callada algo más de un minuto, tildada, en shock, un poco asustada, sufriendo un escalofrío que no se si venían de mis intestinos o de la voz de un varón atravesando todo mi cuerpo.
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Detrás de las gafas de marco plástico negro, tenía los ojos como dos botones marrones y una barba colorada y desprolija. Sonreía y su dentadura jugaba y se confundía con los blancos de la nieve en los retratos que abundaban en el hostel. Estaba sentado sobre la mesa ratona que centra al salón y los sillones, y a su lado había una de esas mochilas de cuero desgastadas por el tiempo. Quizá era mochilero o escritor, o estaba escapando como yo. Tenía las manos grandes y el pecho erguido, se notaba que hacía deportes. Sus labios carnosos, anunciaban demasiado el arco de cupido y quizá me pregunté cómo sería besarlos. La nuez de Adán, sobresalía demasiado. La piel del cuello y de la cara, parecía algo tosca, descuidada. Tenía un lunar al lado de la nariz y una marca en la oreja, como si en algún momento hubiese llevado arito. Adiviné que también era un recién llegado, las ojeras y el pelo despeinado delataban otro viaje largo.
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Antes que corriera la mirada, corté bruscamente el silencio:
—No tengo idea — si sabía — deberías buscar ahí. Le señalé detrás de él un libro gordo que supuse diccionario. Sentí vergüenza, ansiedad. El valle ya reflejaba en sus ojos la luz naranja de un nuevo atardecer.
— Gracias — lo alcancé a escuchar a mis espaldas, mientras apuraba el paso y la culpa hasta llegar a mi habitación.
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