Volver
Para Jorgito no existía espectáculo más lindo que ver cómo destapaban la botella helada de Quilmes y la jarra de vidrio se llenaba de cerveza delante de sus ojos. Calculaba celosamente que tuviera el porcentaje de espuma justo, blanco, inmaculado, y por debajo se descubriera ese elixir burbujeante que cada viernes a la noche le daba la razón para vivir. Ese día, el del partido, se cumplía un nuevo aniversario también, y la ronda de birras me tocaba pagarla a mí. De los ocho que éramos en nuestro bungalow antes de partir, sólo quedamos tres. Alejandro, Jorgito y yo. Hablábamos poco de aquello. Con Alejandro, cada tanto, recordábamos algún paisaje, algún estruendo o el locro calentito que nos sirvieron cuando llegamos ahí. Pero Jorgito no, no decía una palabra. De hecho, a veces ni le escuchábamos la voz en nuestras charlas, solo podía quedarse estúpido y sin reacción -abría los dos ojos redondos como un botón y se le caía la baba - cuando el mozo traía la fresca. Ese era todo su diálogo. Al menos nos daba gracia, deberías haberlo visto. Si se alineaban algunos planetas y pastillas, podía estar más animado y alternar algunos sinsentidos con verdades furiosas y frustrantes, de esas que no nos gusta pensar. Las últimas salidas, ya no había hilo de conversación y si algo le molestaba, te gritaba, pataleaba, parecía un nene.
La cuestión, como te contaba, es que esa noche era especial. Por el partido, por el aniversario y porque sería la última. Con Alejandro antes de pasar a buscar a Jorgito por la clínica, recordamos las promesas que nos hicimos los ocho en el desembarco. Cumplimos hasta donde pudimos, el trabajo estaba hecho. Fueron 12 años. ¿me entendés? 12 años de juntarnos religiosamente, de vernos las caras todos los viernes, de tomar fuerza a ver si de una puta vez podíamos sacarnos esa guerra de encima. Alejandro volvería a su pueblo, si no me falla la memoria creo que Rauch, yo me dedicaría al taxi y a mi familia. Y Jorgito… Jorgito estaba bien donde estaba, cuidado. Eso queríamos pensar, aunque días antes, cuando le comentamos a la enfermera gorda que sería la última vez, nos miró con los ojos vidriosos y apenas aprobó con la cabeza mordiéndose el labio inferior.
En fin, volviendo a esa noche, no sabía si estaba triste, nervioso o la culpa me ahogaba, cuando pedí la segunda ronda de Quilmes y una pizza napolitana. Jorgito seguía abyecto, acariciaba su jarra de cerveza, mientras Alejandro movía la cabeza para todos lados y achinaba los ojos buscando ver el televisor, que estaba en la otra punta del salón. Jugaba Estudiantes, estaba por volver a Primera y tenía que ganar de local para salir campeón. El bar del Club Ringuelet estaba a tope de gente con banderas y camisetas rojas y blancas. Habíamos llegado tarde así que quedamos relegados a escuchar por la radio, y si había algún gol, acercarnos al televisor. Jorgito era el más pincha de los tres, pero a esa altura ya ni registraba lo que pasaba en el fútbol. Cuando lo conocí, en el Regimiento 7, no paraba de hablar de Bilardo, Pachamé, Zubeldía. Ahora, parecía vivir sólo para disfrutar todo el ritual de la cerveza. Y nada más. Lo llevamos, a ver si capaz esos colores, ese ambiente, las canciones, lo traían de vuelta. Era más bien una última esperanza, una última batalla, de escuchar una vez más a nuestro amigo Jorgito, en este mundo, entre nosotros y gritando por Estudiantes. Pero no, él seguía en otra. Alejandro lo miró y me devolvió el gesto de resignación, mientras acercó su cabeza a la mesa donde el relator nos contaba que intentábamos, intentábamos y no podíamos. Que los salteños estaban bien cerrados atrás, y que quizá deberíamos esperar una fecha más para gritar.
Nos habíamos terminado la tercera Quilmes. Pasaban los minutos y la pelota no entraba. Ya todos estaban parados, adivinando que pasaba en el televisor. De repente éramos parte de un grupo de animales, ansiosos, enajenados, comiéndose las uñas, reprimiendo ese deseo zafarnos y patear las sillas cada vez que se erraba un gol. Aunque nosotros tres seguíamos sentados, chiquitos entre esa multitud desbocada. Alejandro y yo apoyando la frente nuestros vasos, preocupados, cerca de la radio. Jorgito mirando al techo, distraído, pensando en andá saber qué. El grito de Raúl, el cocinero, rompió el silencio al mismo tiempo que la radio y el relator. El alarido feroz se extendió como una ola, del último al primero de los pinchas, hasta llegar al televisor donde se confirmó el gol. Calderón la metió medio de carambola, ligando un rebote. Volvíamos a Primera, eramos campeones. Nos abrazamos, nos besamos, eufóricos, borrachos de cerveza y felicidad. Jorgito, que nos seguía en el festejo con ademanes y frases inentendibles, se sacó el piluso para tirarlo por el aire y se echó a reír al piso, entre ese montón de monos saltando. Se quedó en posición fetal, se agarraba la panza y daba vueltas sobre su eje, retorciéndose de risa . Con Alejandro nos miramos, incrédulos, y casi por instinto, nos tiramos encima de él. No sea cosa que lo pisen, que lo aplasten, que las balas lo alcancen, que el viento del sur nos congele otra vez.

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